Escuela de Comunidad Junio 2021

“Quizá resulte una ayuda ver cómo se quiebran algunas de nuestras presunciones, experimentar cómo se produce una grieta en el muro de nuestras seguridades. Lo canta Leonard Cohen: «Hay una grieta en cada cosa / así es como entra la luz». Julián Carrón

Yannely Melo – Duaca

Él viene a mi encuentro en todo

De esta tentación de retirarnos de nuestra humanidad, de ahorrarnos los imprevistos por miedo, quedándonos en terreno seguro a bordo de "un barco con velas arriadas anclada en puerto”, no puedo evitar sentirme triste estos días.

Recién una amiga que ya no veía porque la vida nos llevó por caminos distintos, pero a la que siempre tuve muy presente en la distancia por el afecto mutuo, falleció por la covid-19 y desde que me enteré, me vienen a la mente todas las veces que nos vimos por casualidad y hacíamos grandes planes.

Iríamos a la playa, nuestra salida favorita, pasaríamos un fin de semana juntas en mi casa, para hablar largas horas, reírnos por todo, cocinar y sobre todo recuperar el tiempo perdido. Nunca lo hicimos porque lo pospuse varias veces por distracciones que llamamos ocupaciones y ya no lo haremos porque se fue y me siento hasta con pena de llorar porque le quede debiendo las conversaciones, las risas y lo mal que cocino.

Justo cuando escribía esto me enviaron un mensaje que decía que otra amiga cercana también falleció. No la veía desde que comenzó el aislamiento y nos quedó en el aire celebrar nuestro cumpleaños. Mi corazón esta triste y mis lágrimas brotan con tierna esperanza. Solo me queda la certeza de que Dios está a su lado, que ya no hay distracciones ni ocupaciones que las alejen de Él.

Quisiera poder atender en adelante las pequeñas cosas que me dan alegría como compartir con mis amigos y no posponer los encuentros, mirar todo con los ojos de Dios sin prisa, sin miedo, abrazando lo imprevisto para no dejarlo pasar a Él que viene a mi encuentro en todo. Soltar las velas del barco anclado y comenzar a navegar de verdad.



Padre Edduar Molina – Mérida

Mi experiencia de la covid-19

En el mes de la Madre Santísima la vida me ha puesto en las garras del terrible flagelo del coronavirus o simplemente de la covid-19, aunque su nombre técnico es menos amigable para recordar: SARS-CoV-2, según el Comité Internacional de Taxonomía de Virus.

Mi convalecencia se clasificó técnicamente como de síntomas leves porque simplemente no necesité ingresar en el hospital para recibir ayuda de oxígeno, ya sea utilizando una máscara o un tubo conectado a un respirador. Sin embargo, los síntomas que tuve estuvieron lejos de ser leves, en términos de dolor corporal y riesgo. No fue una gripecita, como algunos se han atrevido a decir. De hecho, jamás había tenido dolores tan intensos. Hubo un cierto punto durante esta enfermedad en el que comencé a pensar en lo frágil e indefenso que yo era como ser humano ante este diminuto enemigo. He confirmado, una vez más y en carne propia, la fragilidad de nuestra condición humana, la vulnerabilidad de nuestras fuerzas que a veces pensamos infinitas.

A lo largo de esta experiencia aprendí, como nunca en mi vida, que mi gran apoyo y fortaleza ha sido mi fe, a menudo balbuceada en una oración quebrada, como nos enseñó San Juan de la Cruz alguna vez, Dios siempre está, aunque es de noche, mi noche.

El reposo, aislamiento y la terapia muchas veces se convirtieron para mí en un calvario de cansancio y dolor, otras veces en un Tabor de encuentro y contemplación de mi vida frente a Dios. La experiencia fue dura, en los primeros momentos sentí una gran soledad, pero como si estuviera en el desierto, en todo momento, vi la presencia y ayuda del Señor. Todo dentro de una gran paz y alejado de todas las preocupaciones, gracias a los espacios de oración y silencio, pude sentirme acompañado por el Cristo vivo, la Virgen María en el Rosario y al mismo tiempo acompañar a las personas enfermas a través de esta oración, sentirme unido a tantos que pasamos la dura prueba de la pandemia. Se trata no solo para pedir una sanación sino para pedir que nos acompañe en este tiempo de la enfermedad, para que la podamos vivir con espíritu evangélico, con espíritu verdadero de creyente.

También he vivido momentos de consuelo, de fortaleza, y de intensa comunión con los demás. No hay palabras para agradecer a la feligresía de Santiago de la Punta, los videos de los niños, los rosarios con velas en las calles de las comunidades pidiendo por su párroco, así como a los innumerables amigos desde España, Chile, México y tantos otros países y estados del país, comunidades parroquiales donde he prestado mi servicio, ellos me arroparon con palabras de aliento, canciones y videos divertidos. Simplemente gracias por tanta oración y solidaridad.

El flagelo del distanciamiento social, de no sentir la presencia de nadie a nuestro alrededor, nos hace experimentar la gratitud de tantas verónicas y cirineos que nos limpian el rostro con su atención y nos ayudan a cargar la cruz del sufrimiento, sin tener miedo a contagiarse, no tiene precio, es la expresión del Evangelio que invita a dar la vida por los amigos.

No puedo dejar de agradecer mi mejoría a tantos médicos amigos y cercanos, creo que no hubo día que apareciera alguno o enviara un mensaje para saber sobre mi estado, al igual que el personal de salud, Dios les pague con largueza su generosidad.

Agradezco muchísimo en especial, a mis obispos, nuestro Cardenal Baltazar Porras, su Obispo Auxiliar, a mis hermanos sacerdotes por tanto estímulo, apoyo, y crecimiento en la fraternidad presbiteral. Estoy seguro de que este momento de sufrimiento que vivimos nos va a ayudar a unirnos más entre nosotros, y a poner nuestra mirada en lo fundamental, que es el amor a Cristo y a los hermanos que van a quedar más afectados por esta situación.

En este tiempo he aprendido que de un momento a otro todo cambia radicalmente y que yo no llevo las riendas de mi vida. ¡Cuántas cosas programadas que no se han podido hacer! El hombre propone y Dios dispone. He descubierto que necesitaba recuperar un tiempo para cuidar la interioridad y llenar el corazón de Dios para seguirlo dando a mis hermanos. Dios les pague y bendiga a todos.

Culmino con esta hermosa poesía de santa Teresa de Jesús: “Dadme muerte, dadme vida: Dad salud o enfermedad, honra o deshonra me das, dadme guerra o paz crecida, flaqueza o fuerza cumplida, que a todo digo que sí: ¿Qué mandáis hacer de mí? Vuestro soy, para vos nací, ¿Qué mandáis hacer de mí?”.



Celina – Caracas

Él siempre está, en lo que une y en lo que separa

Comenzando la pandemia escribía sobre el reinicio de la vida familiar: luego de 25 años de ausencia de mi esposo, ocurrió la obra milagrosa de Dios y permitió que esto pasara en un momento histórico en el que son más las historias de separaciones que de uniones (aunque pensándolo bien, estas últimas ocurren, solo que no son difundidas. El bien suele ser callado).

Lo cierto es que esa historia de reunificación familiar fue por poco tiempo y al año y medio fue necesaria nuevamente la separación.

Me costó mucho reconocer en esa nueva separación la “positividad en todo” como nos lo enseña Don Giussani, y entender que esa experiencia tenía un propósito y una enseñanza, me había sido dada. Pero llegar a ese discernimiento no fue gracias a mi genialidad. Compartí la experiencia con los amigos, lo desajustada que estaba y mi autocensura. Y gracias a ello fui abrazada con un amor muy grande, el que solo Otro puede dar.

Vivir sonriendo o no, pero siempre dentro de ese abrazo que he experimentado y del que no quisiera distraerme y, aún a merced de las distracciones, Su presencia me llama de todas las maneras posibles, a través de una realidad que he pedido saber mirar, para poderLe escuchar. Cuando tu vida es petición, aún en los momentos más difíciles e incomprensibles, es ese abrazo el que tiene la última palabra.