Luis Rodríguez: una vida dedicada al servicio de su comunidad

Proveniente de tierras tocuyanas, fue ejemplo de amistad, servicio y entrega hacia los otros. Este educador por naturaleza y vocación, caminaba su vida con una certeza del amor de Dios que lo acompañaría siempre
María Andreína Pernalete

Era profesor de Historia del Liceo Pablo Gil García, en Humocaro Bajo, allí pasó casi 30 años de servicio educando a generaciones de jóvenes y niños con mucho amor y paciencia. Tanto era el amor que sentía por su trabajo, que en cuanto le notificaron su jubilación en el 2006 le fue inevitable caer en una depresión que preocupó a más de uno; no quería salir de su casa. “Un sacerdote de Humocaro lo fue a visitar porque mucha gente estaba preocupada”, dice Julia. Madre Chiara le había mandado a decir que en el Asilo San Antonio de Humocaro Alto había mucho trabajo.

Ese espacio le devolvería a Luis la alegría de saberse útil ante el mundo. La hermana Ana Isabel lo conoció allí: “por un tiempo me asignaron la responsabilidad de acompañarlos a todos como equipo y por dos años trabajamos duro para reestructurar la nueva junta directiva.”

Para ese período, aquel hombre corpulento, de cara redonda, de ojos pequeños y sonrisa sutil, “se había entregado por completo al servicio de los más necesitados”, comparte Petra; quizás, motivado por esa lucha constante por no defraudar a Dios. “A veces tenía que decirle que no fuera tan exigente y estricto con él mismo; buscaba una perfección a la que deseaba llegar con un anhelo muy grande”, termina la hermana Ana Isabel.



“Fue un gran hijo y hermano; el mejor que he tenido”, dice Reina. Era bondadoso y bueno. Esto también lo demostró en la compañía y en el cuidado atento que tenía con su madre, ponía el ejemplo con ella para que otros lo replicaran con los mayores.

A Luis no le molestaba pedir, y menos cuando se trataba de conseguir algo mejor para los abuelitos. “Yo no puedo dejarlos solos”, solía decir y hacer, demostrando que cuando Dios coloca en frente al otro, es para ayudarlo generosa y auténticamente.

Aunque no tuvo hijos, brotaba de él una paternidad indiscutible con sus sobrinos y con los adultos mayores del asilo. No es de extrañar que algún abuelo lo llamara “papá Luis”. Él, por el mismo hecho de amar a Dios y por esa búsqueda constante que le caracterizaba, fue cultivándose y descubriendo que lo único que podía hacer para contrarrestar su humanidad era asemejándose más al Maestro, y la forma que encontró para hacerlo fue desbordándose en un servicio único a la comunidad.

Así lo demostraba cada mes de agosto, organizando un plan vacacional para los “niños apadrinados”, y en septiembre les compraba todos los útiles escolares. Hacía visitas a los hogares para darle seguimiento a la situación de cada niño, y estaba atento de que se alimentaran y recibieran la educación que merecían.



Junto a Julia, hizo posible la iniciativa del centro educativo, solicitando un espacio, un salón, para trabajar con los niños, y junto a otros amigos comenzó a dar tareas dirigidas.

Hasta este punto, Luis ya no tenía esa voz diciéndole en su cabeza que su vocación se había acabado. La fundación, había llegado para rescatarlo de la nada, tal como él se lo hacía saber a sus amigos más cercanos.

“Él lo tenía claro, conocía sus pobrezas y sufría porque buscaba agradarle a Dios. Su forma de hacerlo era sirviendo, involucrándose en historias de familias que buscaban ayuda, en rostros concretos que iban por el mundo sin saber cuál era el anhelo de sus corazones”, continúa la hermana Ana Isabel. Esto último era la oportunidad perfecta para que el profesor propusiera el método de un camino nuevo por donde se podía caminar y buscar una verdad que les diera paz.




El Movimiento


Julia fue quien lo invitó por primera vez a la Escuela de Comunidad. “Estábamos trabajando con el libro Hay algo dentro de algo. Le hice la invitación y me preguntó ‘¿qué significa eso?’. Le dije: ‘que tú encuentras a Cristo en cualquier circunstancia’”.

A la semana siguiente, Luis asistió a Escuela de Comunidad y, a partir de ese momento, fue invitando a otros amigos a vivir la experiencia del carisma de Don Giussani, como es el caso de Petra, Rafaela, y muchos otros que conforman la comunidad más grande de Venezuela.



La amistad con los del Movimiento caminó kilómetros y se fue haciendo cercano a personas de otras localidades con los que se les hacía fácil entablar cualquier tipo de conversación y debatir durante horas. Celina, de la Comunidad de Caracas, lo conoció en sus primeras vacaciones de CL en el 2008. “Fue uno de los primeros amigos que me regaló la vida en el Movimiento. Su apertura de corazón fue inmediata. Yo le miraba desde abajo porque soy pequeña de estatura, pero también por la grandeza sin pretensiones de Luis”, afirma.

Una de las particularidades que sus amigos recuerdan, es la pasión con la que el profesor podía debatir una situación. “A veces se ponía bravo, pero se le pasaba pronto”, recuerda su hermana Reina, y es que la segunda característica de Luis era la de pedir perdón: "Lo bello del profesor… era el hecho de que no se quedaba con ese rencor encallado en su corazón; era una persona muy sensible, pero su sensibilidad no le impedía volver a iniciar con la relación”, dice la hermana Ana Isabel.



Para algunos de sus amigos caraqueños llegar a Humocaro Bajo significaba una parada segura en la casa de Luis, o “A que Luis” como dicen por esos lares. “Su amistad y hospitalidad nunca pasaban desapercibidas; en cada encuentro que teníamos nos llenada de regalos que llevaba orgullosamente de su pueblo. Cómo olvidar aquellas vacaciones de toda la comunidad que Luis llegó con un autobús lleno de amigos que venían de Humocaro y El Tocuyo a conocer nuestra experiencia. Su Sí definitivamente fue el inicio del camino de muchos que nunca olvidarán el legado de vida que dejó a tantos amigos en toda Venezuela”, afirmó Andrea, de la comunidad de Caracas.

En esas tardes de reuniones, junto a sus amigos de EC, donde se comparten y se ponen en común todas las necesidades como en las primeras comunidades cristianas, él “lloraba de impotencia por no tener una medicina que pudiera ayudar a un niño enfermo, y contaba con preocupación la realidad durísima que con los años se iba agravando en su pueblo”, dice Celina.



Luis, cumpliría 60 años este 13 de abril. Murió a causa de ese virus que ha separado a tantas familias; sin embargo, en todos recae una seguridad de que él se encuentra mucho más cerca de las respuestas que anhelaban su corazón. Otros muchos, creen en la intercesión que el profesor hará ante el Padre que lo abrazaba constantemente y lo hacía instrumento de tanto bien.

Por ahora, todos los que lo conocieron, levantan una oración a San Benito y a la Virgen de la Milagrosa por su alma, tal como lo haría él por toda la humanidad, pero especialmente y con gran cariño, por los niños y abuelos de Humocaro.