Bernardo Moncada y hermana trapense

Como rescata el Misterio

La historia de Bernardo nos conmueve, y nos recuerda que, aun en medio de la desolación, si escuchamos y sentimos con atención, podemos encontrar el camino de regreso a casa, porque Dios siempre nos rescata
Bernardo Moncada

Veintinueve años atrás comenzaba otro de mis acostumbrados viajes como arquitecto a la construcción del nuevo Monasterio de Nuestra Señora de Coromoto en Humocaro Alto, lejano lugar en la frontera montañosa del estado Lara con el estado Trujillo. Esta vez, sin embargo, algo me decía que viajaba hacia eventos más importantes que la misma supervisión de la obra.

Ya 1991 había comenzado como año de enorme revolución en mi vida. Tras meses de salto al vacío, enero me vio sumido en la humillación de reconocer mi desconcierto, mi derrota, después de una vida de relativos éxitos. Una gran insatisfacción me hizo dejarlo todo. Nuevos e interesantes retos surgieron, pero nada –por bien que creyera hacerlo- me llenaba. La continuación del proyecto monástico, además de mi hija, se habían tornado el único soporte cierto de mi existencia. Un pensamiento latía con fuerza en mi corazón: el problema de mi vida era yo mismo; un problema del que no podía huir. ¿Qué hacer con este ser inquieto que había conducido la vida como tren sin frenos ni destino? Mis amigos terapeutas (pensé) tenían vidas acaso más enredadas aún. ¿Podrían acaso ayudar?

Monasterio de Nuestra Señora de Coromoto en Humocaro Alto

Un par de objetos me acompañaban desde 1988, cuando el proyecto de Humocaro comenzaba: un devocionario y el sencillo rosario de madera hecho por las trapenses. Un regalo de Madre Inés, mi primer contacto con aquella comunidad, su priora. Los llevaba a donde fuera, sin usarlos, pero aquel jueves sentí como nunca, el impulso de hacer algo que tiempo atrás había olvidado: pedir. Se me ocurrió tomar el devocionario y las cuentitas y dejarme llevar por la lectura. Leí Misterios Gozosos, y mi desconcierto fue que me tocaran precisamente esos, cuando algo dentro de mí estaba sumido en negatividad. Recé sin destreza pero sintiendo crecer un fervor desconocido. Una respuesta inefable me serenó, esa mañana marcó un giro de 180° en mi alma. Sin darme cuenta, había comenzado el camino de mi conversión.

Era tan fuerte, tan vivo lo que me impulsaba, y me lancé con tal deseo a la vida que se abría frente a mí, que la Iglesia merideña, que comencé a frecuentar para asombro de quienes me conocían, me parecía fría, sumida en rutinas. Pedía al Espíritu Santo un cambio de mis nuevos amigos, o encontrar una realidad donde Él se sintiera con más vitalidad, como creía sentirlo yo. Mis amigas, las monjas, percibieron inmediatamente como cambiaba su arquitecto acogiendo con gozo ese milagro. Ellas, con su capellán trapense norteamericano, padre Mario, se convirtieron en mis verdaderas compañeras de camino.

Así, ese 27 de mayo llegué a la obra y me confrontaron con una propuesta: “Arquitecto, usted nos ha ayudado con todo este proyecto sin pedir honorarios. Queremos hacerle un regalo…”, y me contaron de un gran evento cultural que se llevaba a cabo todos los años en Rímini, Italia. Arte, política, cristianismo, ciencia, se daban la mano en ese encuentro del cual yo, sumergido en el mundo del arte y la cultura, jamás había oído hablar. “Nosotras queremos regalarle un viaje a ese evento ¿Qué piensa usted?”. Acepté inmediatamente. Me conmovieron y me dejé persuadir sin saber el nuevo prodigio que esperaba. Entonces anunciaron que vendría a Mérida un cura italiano a conocerme y preparar el viaje. Pertenecía a un movimiento del cual nunca había tenido noticias. El nombre me sonó tan extraño que anoté en mi agendita “Movimiento de las Comunidades Cristianas”.

Madre Cristiana

El miércoles 3 de julio tenía en mi oficina al padre Filippo Santoro, misionero en una Parroquia de Río de Janeiro. Recuerdo con precisión que tenía una entrevista televisada a las 12:00 m. y don Filippo llegó justo en mi ausencia. Un hombre de una seriedad y una dulzura excepcionales, me esperaba pacientemente en la oficina. Había llegado esa mañana a Maiquetía para continuar viaje al día siguiente de regreso a Brasil, y había hecho un incómodo desvío para encontrarme.

Después del almuerzo, me llevó a una casa en los suburbios merideños a conocer a unos jóvenes; y allí me vi, con este nuevo amigo, a mis 40 años, tras una prolongada historia de profesor universitario, rodeado de chicos y chicas que no pasaban de los 22. ¡Estaba encontrando la primera comunidad, la simiente, del Movimiento de Comunión y Liberación en Venezuela, el padre Filippo logró su objetivo!

No entendía nada, pero la fascinación y la curiosidad me impulsaban a seguir y seguir. Después fue el siguiente viaje al monasterio, el 18 de agosto, para recibir los boletos aéreos, algo de viáticos y proseguir el día siguiente a Maiquetía. El 20 de agosto, día de San Bernardo, partí a conocer el Meeting de Rímini y la comunidad de ese sector de la costa Adriática. Estaba en casa. ¡Había llegado la respuesta del Espíritu Santo!