Reconciliación y amor transformador en el matrimonio
A pesar de los desafíos y la separación de siete años, Aimara y su esposo, Gregorio, encuentran una nueva perspectiva y comienzan a ver las cosas de manera diferenteCuando se me considera para dar un testimonio, suelo debatirme entre dos posiciones. La primera es reconocer la seriedad que amerita el compromiso, dado que el testimonio busca servir como ejemplo práctico y cercano de lo que estamos trabajando en las situaciones cotidianas que se nos presentan para tratar de hacerlo todo un poco más tangible. Y la segunda, el sentirme totalmente inapropiada para la tarea encomendada.
Pero, de inmediato, acontece algo verdaderamente hermoso que es el seguir, confiarme de mis amigos. “Si ellos pensaron en mí es por algo” y de inmediato empiezo a tratar de reconocer e identificar qué están viendo en mi que vale la pena compartir. Así que manos a la obra.
Un poquito de historia para que me entiendan de qué va la cosa. Mi matrimonio está lejos de ser perfecto pero la verdad es que hoy en día estamos muy a gusto juntos y esto no es para nada obvio. Vale la pena entonces hacer el ejercicio de preguntarse por qué.
Luego de 7 años separados, Gregorio y yo hoy tenemos otra vez casi 5 años juntos pero estamos viviendo una historia totalmente diferente, es decir, no es que somos masoquistas ni reincidentes o que decidimos volver a juntarnos para seguir sufriendo sino que pareciera que algo está pasando para que nosotros, los mismos de siempre, con nuestras propias historias, personalidades y caracteres, estemos empezando a mirar las cosas de otra manera.
Gregorio y yo nos hicimos novios en el ́98. Éramos vecinos en la cuadra en Maracay. Yo estaba empezando a estudiar ingeniería en la Universidad de Carabobo y él era Diseñador Gráfico, para mi papá eso se traducía en vago, mata tigre o cualquier otro calificativo despectivo que se le pudiera ocurrir utilizar. Esto para explicar que mi relación nunca contó con el visto bueno de mi familia, por lo que nuestros 7 años de noviazgo fueron en buena parte a escondidas hasta que decidí enfrentarme a mi familia para defender mi posición lo que se tradujo en dos años sin hablarle a mi papá, una graduación a la que mi papá no asistió y una boda a la que no asistieron ni mi papá ni mi mamá.
Nos casamos por la iglesia en el 2005 pero veníamos con uno, o varios, tiros en el ala. No teníamos apoyo familiar. Nos tocó ser nosotros contra el mundo y eso funcionó por un tiempo hasta que en el año 2009, nació Ana Sofía y mi deseo de familia era gigante lo cual no parecía estar en los planes. Finalmente, no supimos manejar las heridas del pasado más todo lo que implicaba la llegada de un bebé a casa, así que yo decidí irme.
Luego de 7 años de matrimonio, en 2012 nos divorciamos porque ya yo sentía que no podía lidiar con todo aquello, parecía que todo era incompatible e inmanejable. Pero tampoco el divorcio fue fácil, nos dedicamos a demandarnos y contrademandarnos, hasta que un día nos dimos cuenta que los únicos beneficiados en el asunto eran nuestros abogados. Así que solo por eso, lo dejamos hasta ahí.
7 años después, en 2019, falleció mi mamá de una forma repentina e inesperada. Una cosa que resonó en mí a raíz de su partida fue que mi mamá murió con un gran deseo por comulgar, cosa que no podía hacer por no haberse casado por la iglesia. Eso me remitió a pensar: ¿por qué yo que había dejado de comulgar desde el divorcio, no tenía el dolor que ella sentía? cuando se supone que yo también soy creyente. Mi mamá ya no tenía tiempo para hacer nada pero yo sí. Decidí entonces revisar mi situación en su memoria. Fue cuando hablé con Leo sobre el tema y él me preguntó si me había confesado y yo le dije que no porque para qué confesarme si igual no podría comulgar. Ese mismo año me invitaron a participar en la ARAL 2019, y yo iba con el firme propósito de confesarme para ver qué ocurría. Es cuando conozco a Grasso y al contarle mi historia me invita a retomar poco a poco la relación con “el papá de la niña”, sólo por ella, sin ninguna pretensión adicional. Regreso de Brasil con la intención de seguir la recomendación de Grasso y en Abril del mismo año, casi sin darnos cuenta, ya estábamos juntos otra vez.
Los temas familiares volvieron y ahora repotenciados por todo lo vivido en el divorcio pero yo tenía la convicción más fuerte de que ese era mi lugar. Lo menos que quiero sonar es cursi. Es una historia que se traduce en seguir. Seguir a mi mamá, a Leo y a Grasso: personas que son autoridad para mí. Es decir, no estamos juntos por formalismo, ni mucho menos porque es el deber ser. Todo siempre ha apuntado a lo contrario. En este momento, yo estoy cada vez más convencida de que él me fue dado y sólo a partir de ahí es posible “graduar los lentes”. Esta nueva mirada me permite no enfocarme sólo en los errores y en las diferencias, que están, existen, sino poder ver más allá, a la persona.
Mi casa hoy no es un campo lleno de flores pero tampoco una batalla campal. En mi casa, cada uno habla desde su realidad. Sofía con sus cosas del colegio y sus amigos, yo con mi locura de trabajo, la universidad y el movimiento y Gregorio en su cotidianidad con su familia y su farmacia. Tres realidades totalmente diferentes, pero estamos empezando a entender que cada uno tiene sus espacios para ser, aprender y crecer, que uno no es mejor que otro, que nos duelen los problemas sean de la escala que sean. Estamos aprendido a ser familia y a corregirnos más desde el amor que desde la imposición.
De esta manera, el camino recorrido pareciera que ha servido: 7 años de noviazgo, 7 años de casados, 7 años de separados, esperemos que se rompa la racha en esta nueva temporada.
De esta forma, para mi se hace evidente que la fe ha informado mi vida al darle forma a una relación que luce inviable pero que cuando miramos con claridad resulta ser el mejor lugar para estar.