De derecha a izquierda: Ernesto Solano, Carlos Pérez, Marcel Gil, Miguel Linárez, Carlos Monsalve y Leonardo Marius

Por qué nos quedamos aquí

Tres jóvenes cuentan cómo viven en un país del que todos quieren huir. Y explican por qué. «En medio del caos, muchos buscan una respuesta para la vida. Nosotros la hemos encontrado y nuestra tarea es mantenernos fieles»
Davide Perillo

«Ante el drama que vivimos, la escasez de alimentos y medicinas, la falta de trabajo, lo difícil que es el día a día, me pregunto: ¿qué puedo hacer yo por mi país? ¿Cómo puedo ayudar a mi gente?». Silencio. Luego, inmediatamente, aparece en el rostro de Carlos una sonrisa que llama la atención, porque es totalmente ajena a la amargura. «Fundamentalmente es por esto que no me voy: comprendo que tengo una tarea a la que responder. Me siento llamado a quedarme para aportar mi contribución aquí».

«Aquí» es Venezuela, hundida en la pesadilla del pos-chavismo. La inflación al 7.000% (algunos calculan ya el doble), los supermercados perennemente vacíos, el hambre (se estima que cada venezolano ha perdido más de ocho kilos), la falta de medicamentos que, entre otras cosas, incrementa la mortalidad infantil (más del 30% en dos años). Se extienden la violencia y la impotencia civil, ya que la situación política está corrompida y no se prevé que las elecciones del próximo 20 de mayo logren cambiar algo. Una realidad complicada y muy difícil de aguantar. «Nos hemos convertido en una especie de tierra extraña para todos», decían los obispos en marzo. Muchos huyen de esta tierra antaño muy rica. Cuarenta mil al mes, según las últimas estadísticas. A finales de 2018 los expatriados alcanzarán los tres millones.

LA PRIMERA VEZ. Carlos, de 23 años, es abogado. Ni él ni sus amigos, sentados en la mesa para desayunar, se irán. Hay otro Carlos, que trabaja en formación profesional, y Ernesto, estudiante de Economía. Han viajado a Brasil para participar en el ARAL, la Asamblea de responsables de CL de América Latina. Tres días de encuentros y testimonios con el lema “Recuperar o inicio” y que, en el fondo, sirven precisamente para comprobar si la fe nos ayuda a vivir y permite respirar en cualquier lugar y situación. Incluso allí donde falta lo más básico.

Ernesto lo contó en la sala durante la asamblea. Habló de los Ejercicios Espirituales de los universitarios (eran cincuenta, el doble que el año anterior), la caritativa, las amistades que acaban de nacer y van directas a lo esencial. Por ejemplo, con María, que participaba en los Ejercicios por primera vez y por la noche, después de la introducción, fue a buscarle para decirle conmovida: «Quiero estar con vosotros para siempre». Cuenta que le recordó una frase que un amigo le dijo hace tres años y que a menudo vuelve a su cabeza: «La esperanza para Venezuela es que exista aquí y ahora una comunidad cristiana viva y alegre». Y ellos lo son, vivos y alegres, en un lugar donde parecería imposible estarlo. ¿Por qué? «Ya desde la universidad pensaba que nosotros tenemos una tarea en la sociedad, y que tenemos que aportar nuestra contribución al bien común con todo lo que hacemos», comenta Carlos. «Pero ahora me doy cuenta de que esta tarea valigada a Cristo». ¿En qué sentido? «En Venezuela muchos necesitan dinero para vivir y huyen para buscarlo. Pero la vida me enseña que esto no basta. Yo trabajo en una multinacional a dos manzanas de mi casa, un puesto de ensueño, sobre todo en estos momentos. Pero se me hace patente que la felicidad no viene de los beneficios que te asegura un buen trabajo. No basta. Incluso cuando lo consigues, no te basta. Sientes una insatisfacción que no te deja tranquilo».

Carlos Pérez en actividades comunitarias, El Tocuyo.

El diálogo con una amiga le ayudó a entenderlo: «Carlos, si la vida solo fuera eso, tener una licenciatura, conseguir un buen trabajo, ganar dinero, ahora tendrías que ser la persona más feliz del mundo. Pero no es así. Entonces, ¿qué te falta?». Carlos quiere ayudar a los demás y se pregunta: «¿Por qué sigo aquí? ¿Qué objetivo tiene mi trabajo? ¿De qué sirve mi vida?». Preguntas todas que comparte con los amigos de la Escuela de comunidad. «Me hubiera encantado tener un lugar donde plantearlas ya en los años de la universidad, pero ahora tengo rostros concretos con quien compartirlas».

EL MOLINILLO. El otro Carlos, de su misma edad, trabaja en una ONG que promueve el valor del trabajo a través de cursos y capacitaciones en oficios a personas de bajos recursos. «Luego les acompañamos y asesoramos para que puedan montar su propia actividad. Es precioso ver personas que recuperan su dignidad, adquieren protagonismo, asumen el riesgo de crear trabajo». Como la mujer que pidió una pequeña ayuda para comprar un molinillo para el maíz. Tarea imposible en un país donde las cosas solo se encuentran en el mercado negro. «Pero lo conseguimos. Ella pudo aumentar la producción de 20 a 80 masas diarias, y ahora quiere comprarse una cacerola. Otro ha conseguido abrir un taller mecánico». ¿Y tú? «Yo les miro y me doy cuenta de que el miedo que tenía antes de lanzarme a esta aventura era mayor que el sacrificio que conllevaba por mi parte, por la desastrosa situación social. Solo no lo podría hacer. Lo esencial es que te ayuden a vivir plenamente la realidad que tienes delante, sin huir, sino yendo al fondo, al corazón de las cosas».

Cuando le preguntas a Ernesto si en alguna ocasión pensó en irse del país, te sonríe. «No. Nunca». ¿Y por qué? «Cuando aquel amigo mío me hablo de una comunidad cristiana viva y alegre, ese mismo año, pude asistir al testimonio del padre Ibrahim en el Meeting de Rímini». Es el párroco de Alepo, una ciudad masacrada por la guerra (ver Huellas n. 8/2015).

«Empecé a buscar información, me puse en contacto con él, nos escribimos. Una vez contó que había caído una bomba sobre su Iglesia. Cuando pasó lo peor, tomaron un fragmento de la bomba, lo adornaron con flores, lo arrimaron a la cruz y rezaron por los que la habían lanzado. El hecho de que rezaran por los enemigos me llamó muchísimo la atención. Igual que me llama la atención la alegría serena de su rostro. Entonces me di cuenta de que eso es lo que deseo para mí, poder vivir así aquí, en mi país». Y esto depende de la fe y de una comunidad que ayude a vivirla. «Incluso en medio de la crisis hay alguien que me cuida». Por eso nació el “diario de una crisis” que redacta día a día siguiendo la sugerencia de un amigo. «Eran los meses de las protestas en la calle, la universidad estaba cerrada, una situación frustrante, me sentía inútil. Me dijo: “Te gusta la literatura, lees mucho. ¿Por qué no escribes lo que vives cada día?”». Escribir ha llegado a ser para él un trabajo. «No es que me quede en Venezuela porque me gusta el sacrificio, porque me gusta sufrir. No. Es que en medio de las dificultades hay Alguien que me espera y quiere el bien para mí. Cuando descubres una relación así y una amistad, te apasionas por la vida, tal como se te presenta».

ESCUELA DE MÚSICA. Por su naturaleza, la pasión se comunica, tanto que la comunidad de los universitarios en Venezuela ha doblado sus cifras en un año. ¿Por qué? «Es puro don de Dios», comenta Ernesto. «Todo lo hace Él. Claro que tú invitas a tus amigos y retas a la libertad del otro, pero está claro que es obra de Otro». Es lo que pasó con María o con una pareja de novios que «vinieron al sentirse cautivados por algo hermoso, participando en un gesto de la comunidad, cuidado, ordenado, humanamente bello, en un país donde hoy es excepcional encontrarse con la experiencia de la belleza en medio del caos». Carlos añade: «También es cierto que, en medio del caos, muchos buscan una respuesta para la vida. Nosotros la hemos encontrado y nuestra tarea es mantenernos fieles. Los gestos que el movimiento propone me rescatan, me permiten volver a reconocer presente al Señor. Los Ejercicios del CLU han sido una gran ocasión de apertura. Se lo hemos propuesto a mucha gente. Algunos después me han preguntado: “Y yo, ¿por qué no vivo como vosotros?”». Todo parte de un encuentro que suscita una pregunta. Siempre. Partiendo de aquí se puede empezar a reconstruir incluso en un país que parece haber perdido la esperanza. ¿Cómo veis vosotros el futuro? ¿Cómo os imagináis dentro de cinco o diez años? «A mí me gustaría crear una pequeña escuela de música para los jóvenes», responde el otro Carlos. «En esa etapa es cuando uno es más rebelde sin tener siquiera una verdadera razón. La música educa, es un medio para mostrar lo bello que es el mundo y lo grande que es Dios. Es una ocasión estupenda para juntarse. Cuando vivía en Mérida, me reunía cada semana con un grupo de jóvenes. Chavistas o no. Se discutía también de política, pero la música era lo que nos juntaba». Se trata de un camino que recorrer juntos. Esto es lo decisivo. «Un camino de fe te desafía para que no mires nada con rencor, para aprender una mirada más grande, que antes no tenías. Mis problemas no son los de política nacional, sino que haya una fuente de vida que no muere. Y que todos los que encuentro puedan conocerla».

Ernesto asiente. Dice que él trata de no escapar imaginando el futuro. «El otro día, un amigo me puso este ejemplo: “Es como estar delante de un árbol. Cuando lo miras de cerca, ves que es hermoso. Luego te alejas un poco y de repente ves que había más: hay flores azules caídas de ese mismo árbol, que tapizan el suelo. Luego te vuelves a acercar y ves que los pájaros han hecho su nido en las ramas, que cada flor tiene una tonalidad distinta”… Hay que tener paciencia para ver bien y disfrutar de todo». ¿Y para ti qué es la paciencia? «Es lo contrario de una posición pasiva, de quedarte sentado para ver qué pasa.
Es más bien lo que está escrito aquí, en las camisetas de los voluntarios del ARAL: «Pararse y mirar». Para captar la presencia que nos primerea siempre, que da lugar a un nuevo inicio.